jueves, 3 de mayo de 2007

Jorge Di Paola y Witoldo Gombrowicz

por Raúl Escari

Había escrito el título de este apartado (siempre pongo el titulo antes de empezar, como Link), cuando llegó Alfredo Prior para almorzar juntos.
Ya lo estaba esperando pero puse, sin embargo, el título para no olvidar el episodio que afloró esa mañana a la conciencia y no olvidarlo, escribirlo más tarde, cuando se fuera Alfredo.
Almorcé agradablemente con él en el club Eros, a una cuadra de casa. Al fin del ágape dormí una siesta mayúscula apuntalada por tres gramos de Ryvotril (que es mucho). Dormí como un rey pero me desperté entre vapores ansiolíticos. Decidí comunicarme con Beba Eguia, quien me había llamado desde Princeton por la mañana pero a quien debí cortarle, acuciado por necesidades artificiales poderosas: un fuerte laxante que justo comenzaba a producir el efecto esperado.
Para salir de los vapores pensé esta noche llamar a yo a Beba, quien siempre, en su brujería disimulada y blanca, me despierta las neuronas necesarias para escribir –si quiero escribir- de un modo espectacular. Me levanta la moral.
Pero la historia depara regularmente sobresaltos. Esta vez, al poco de hablar terminó por darme la noticia: se murió Dippi, dijo.
Jorge Di Paola estaba enfermo desde hacia tiempo, tenia dificultades motrices y hace unos diez días tuvo un nuevo ataque cerebral que lo había dejado sin habla.
¿Otra vez el azar objetivo? Ya había pensado en Carlos Correa, en Montevideo, a la misma hora (lo averigüé después) en la que él se tiraba por la ventana. Y ahora, después de la charla prevista con Beba, pensaba sentarme a escribir el episodio "Di Paola-Gombrovicz". Para atenerme al destino, empiezo el relato con las dos primeras frases que había escrito antes de llegar Prior, después del título.

*

Una noche cenamos en casa de Norma Bertol, quien recibió a Beba Eguia, Ricardo Piglia, Roberto Jacoby, Delia Cancela, Jorge di Paola y yo.
Terminamos una cena riquísima y pasamos al salón, donde Ricardo o Norma pusieron música de jazz norteamericano.
Ricardo, a bocajarro, cosa que yo no me hubiera atrevido a preguntarle (de boludo), le pidió a Dippi que contara su encuentro con Gombrovicz, al que el autor de Ferdydurke hace mención en su Diario.
Witoldo (como lo llaman aquí sus allegados) acababa de desembarcar en Tandil y, como siempre cuando llegaba a un lugar desconocido, fue a la alcaldía y pidió conocer a los jóvenes intelectuales lugareños. Sufría de problemas respiratorios y una amiga le había pagado una estancia en Tandil, conocida por la pureza del aire y el efecto benéfico para el asma.
Dippi, que por entonces tenia dieciséis anos, se encontró en la calle con unos muchachos veinteañeros, poetas, cuentistas, que su precoz tendencia por la escritura lo había llevado a conocer y frecuentar, pese a ser mucho menor en edad.
Los muchachos le ofrecieron acompañarlos; iban a un café, dijeron, a encontrarse con un intelectual polaco residente por entonces en Buenos Aires.
Dippi se unió al grupo y, cuando llegaron al establecimiento, Witoldo ya estaba instalado en una mesa, leyendo un diario local.
Se hicieron las presentaciones correspondientes, se ubicaron en la mesa cuadrada demasiado chica para tantos dispuestos a escuchar al desconocido Maestro. Gombrovicz tomo una hoja de papel y al empezar a escribir su nombre, dijo, con su marcado acento polaco:
-Tengo un nombre difícil, dijo y acto seguido dibujó una a una las letras de su nombre: una W, una I, una T, una O, hasta que Dippi que seguía la escritura del maestro, exclamó ante la sorpresa del novelista:
-Witold Gombrovicz.
-¿Me conoce? -respondió atónito el escritor.
Sólo hacia dos meses que había salido la versión en castellano de Ferdydurke, redactada por un comité de traductores que incluía al Maestro y dirigía el cubano Virgilio Piñera, entonces en Buenos Aires. Se publicaron pocos ejemplares en una editorial para mí desconocida, Arcos. La edición era muy limitada y pasó desapercibida en los medios.
Dippi había leído Ferdydurke en la Biblioteca Municipal y se había convertido en su libro favorito.
Se lo dijo a Witoldo como pudo, tal vez con un discurso seguramente vacilante y aproximativo, producto de la emoción y la timidez. Al menos es lo que a mí me hubiera ocurrido ante esa situación y supongo que a él también.
Gombrovicz lo escucho con atención y, al término, dictamino, por lo alto:
-Lo nombro mi secretario personal -y retomó su monologo-fobia por las modas literarias francesas en el lugar en que había suspendido su diatriba. Ya la charla derivaba y Dippi preveía el inevitable olvido de su propuesta. Ansioso, temeroso de perder para siempre la posibilidad de ser su secretario y armándose de coraje, exclamo:

-¿Y qué debo hacer como secretario?

Tras una breve reflexión, Gombrovich respondió:

-Prácticamente nada.

*

A Dippi lo conocí poco. Era un amigo muy querido de Ricardo, de Beba, de María Moreno, de Roberto Jacoby, con quien escribió una novela a cuatro manos.
La primera vez que lo ví, Dippi y yo deberíamos tener diecisiete-dieciocho años. Yo estaba en la revista El Escarabajo de Oro y él asistió a una o dos de las reuniones de la revista celebradas los viernes en el café Tortoni. "Lo ningunearon", dijo Piglia mucho después, una noche en casa de Roberto en la que hablamos de Dippi. Era una cena organizada por Roberto para recibirme porque acababa de desembarcar en Buenos Aires y por ello desconocía la palabra dicha por Ricardo, pero comprendí su significado y coincidí ampliamente con él. Dippi por entonces acababa de publicar una obra de teatro con prologo de W.G.
Pasaron mas de treinta anos (los viví en Europa y no fueron ilusorios). A mi vuelta lo encontré con inesperado placer en circunstancias que nos reunían sin que ninguno de los dos lo decidiera. Nos vimos en casa de Norma, en lo de los Piglia, y unas dos veces en la Fundación de Roberto. Nos caímos bien. Me gustaba no solo lo que decía sino el tono del discurso, la voz, que parecía venir de otra generación, mas afable, con un sentido de la charla mas afinado, sin olvidar que el ser ameno es una de las virtudes centrales de toda charla. Tal vez el tono le viniera de su padre. Tal vez no.
Mi último contacto con él fue telefónico. Yo estaba en casa de Beba cuando él la llamó desde Tandil. Al rato de hablar, Beba me dijo que tomara el aparato de la otra pieza y tuvimos una charla a tres.
Ese día Beba debe de haberle hablado de dinero porque los Piglia (lo supe por otros) le pasaban algo de plata. Dippi no tenía un peso. Fue al término del tema financiero cuando Beba me incluyó en la plática.
Alcé el tubo en el momento mismo en que Dippi se disponía a contar su construcción de "varitas mágicas". Lo que le exigía arduas lecturas, antiguas, en general, difíciles de conseguir, cabalísticas o de alguna otra rama esotérica y medieval.. Lo que contaba ya era mágico, el oyente que era yo escuchaba fascinado, pero él todavía no se había lanzado a su fabricación material.
Hoy, Beba, después de anunciarme su muerte, me dijo que Kiwi escribió un artículo que distribuyo por Internet y que dice que Dippi hacía feliz a la gente.
Las varitas mágicas las expuso en Belleza y Felicidad. Pero yo estaba en París y no pude verlas.


Más de y sobre Di Paola, acá.

2 comentarios:

Juan Manuel Mascali dijo...

Qué historia maravillosa. Me hubiese gustado conocerlo. Qué actitud. Muchas gracias por compartir esas experiencias; a mí, particularmente, me llenan de fuerza, me hacen recordar a las personas que nos acompañan siempre, a las que admiramos y respetamos. Es así. Muy lindo el texto.

Unknown dijo...

Un texto y una historia magnífica, con todo lo que de bajón tiene la historia de los verdaderos artistas de la literatura y, por qué no, del hambre. Paráfrasis, claro.