martes, 19 de marzo de 2013

¿Un Vaticano peronista?

Por Horacio González para Página/12

Como en el Medioevo, se ha desparramado por el mundo una profusa gestualidad que convierte la política en una nueva hermenéutica, una ciencia de los signos con interpretaciones que se sitúan entre lo cabalístico y las más diversas hechicerías. Nunca como hoy, en plena era de los medios, la política de gestos se establece como arte interpretativo, ya no de la manera en que los viejos cultores de la razón económica analizan la curva de precios, sino el orden simbólico que se puede analizar por el misterioso significado de la curva de desgaste de los sencillos zapatos del Papa, sin hablar de los sillones despojados en que se sienta, del tamaño y la materia de su cruz pectoral y del tiempo que insume viajando en ómnibus para abonar de su propia faltriquera una cuenta impaga de hotel.Entre las tantas reflexiones surgidas de un arsenal siempre disponible de reacomodamientos humanos, leemos en paredes y escuchamos en comentarios diversos la expresión “el papa peronista”. Por muchas razones está equivocada, pero es tan dificultoso descubrir la raíz del error como perentorio hacerlo. Bergoglio, sin duda, es un habiloso tejedor de lenguajes, donde entre sus glosas sobre las escrituras, siempre un tanto marciales, como corresponde a los hijos del santo capitán Ignacio de Loyola, suelen colarse expresiones barriales. Ya en el Vaticano dijo que si no se camina hacia Jesucristo, abandonando un estado de “ONG piadosa, la religión o el propio Vaticano pierden el rumbo”. Y remató: “Así la cosa no va”. Es el idioma de los argentinos, seguramente con un lejano aire tomado de las jergas del idioma italiano. De algún modo, “así no va la cosa”, parece un latinazgo, pero del barrio de Balvanera, Boedo o de las esquinas de Buenos Aires en donde, según piadosos testigos, se ve a Bergoglio ir a comprar remedios a la farmacia “a sus pobres curitas”.
Vaya, que sea “así la cosa”, o “così la cosa”, puede permitir a muchos interpretar que ahora cambiaría todo, que expiraría el largo período de pobreza en el mundo y las grandes casamatas eclesiásticas comenzarían a pensar en su propia conciencia agrietada y a exonerarse a través de una nueva conciencia social. Y hasta en los ensueños más audaces, en un llamado contra el colonialismo. He aquí el Papa que emerge de conglomerados humanos que viven en el barro, que toma mate en los balcones del Vaticano y hará asaditos en parrilladas argentinas cerca de los frescos de Miguel Angel, lo que nadie se animará a criticarle. Algún que otro gol de un equipo argentino, podrá verse inspirado, en la voz de relatores imaginativos, en la vida de este hombre austero. Vaya, vaya, quizá sea così la cosa. Los jesuitas son pintados en Rojo y Negro, de Stendhal, como personajes cuyo pensamiento yacía bajo rostros inescrutables, siendo los proveedores de la máxima condición conspirativa en la Europa moderna, por la necesidad de actuar bajo diversas formas de clandestinidad frente a las acciones que les dirigen las monarquías del siglo XVIII, considerándolos “un Estado dentro del Estado”. Un escrito apócrifo tuvo cierta circulación entre los siglos XVII y XIX, la Monita secreta societatis Jesé, considerado el vademécum de la “conspiración jesuítica” que se abatiría sobre el mundo y que podía ser colocada sobre el bastidor del naciente marxismo. En efecto, los jesuitas fueron tan conspiradores como a otros se les atribuyen feroces conspiraciones contra ellos. Y desde luego fueron víctimas de muchas de ellas. Soldados y clérigos a un tiempo, no se privaban de amenazar a las instituciones monarquistas, imperiales o republicanas durante diversos períodos históricos. A los influjos de estos relatos conspirativos, no siempre injustos contra la Orden más conservadora, pero modernamente militante, no eran ajenos ni Stendhal, ni Eugenio Sue ni Michelet.

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