sábado, 17 de diciembre de 2016

Josefina, la cantante


Por Daniel Link para Ñ

La primera vez que vi a Josefina Ludmer fue en un teatro donde Punto de Vista organizaba una serie de conferencias clandestinas. Corría el año 1981 (¿o 1980?) y ella presentó el género gauchesco como una literatura menor, usando las nociones que Deleuze y Guattari habían presentado en Kafka y que yo casualmente había leído la semana previa, en una traducción parcial publicada por una revista cuyo nombre no recuerdo. Las dos circunstancias, la conferencia y la publicación de un capítulo de Kafka, devuelven una imagen de un régimen autoritario ya resquebrajado.
Yo no fui alumno de Josefina en lo que ella llamó “la universidad de las catacumbas” y tampoco fui su alumno en la Facultad de Filosofía y Letras, cuando la restauración democrática permitió que cientos de jóvenes entusiastas se beneficiaran con su pedagogía. Como nunca fui su alumno, nunca la sufrí como maestra (su magisterio, muchos cuentan, no ignoraba la crueldad).
Cuando en 1988 se publicó la primera edición de El género gauchesco. Un tratado sobre la patria (que a mí me gusta mucho más que las posteriores), reseñé el libro para la revista Espacios. Del libro había desaparecido todo rastro de Kafka, así que me pareció necesario reponer ese contexto que era, al menos para mí, importante.
Escribí, junto con Kafka: “Nuestra cantora se llama Josefina. Quien no la ha oído no conoce la potencia del canto”. El canto, el teorema de Cantor, Kafka y la China se daban cita para definir una nueva relación entre la literatura y la política de los cuerpos.
Ya antes había leído Cien años de soledad. Una interpretación y Onetti. Los procesos de construcción del relato. El primero me había resultado fascinante (Josefina nunca compartió mi fascinación por ese libro que a ella ya no le gustaba); el segundo, no tanto, porque yo era muy inmaduro cuando me lo hicieron leer por primera vez.
Después vinieron El cuerpo del delito, un libro extraordinario y muy mal (y poco) leído, tal vez porque desarrolla una tarea de demolición en el corazón mismo de la conciencia literaria patriótica, la coalición liberal, cuyos sujetos “inventaron, entre todos, un tono y una manera de decir que quiso representar «lo mejor de lo mejor» de un país latinoamericano en el momento de su entrada en el mercado mundial, y que se hizo «clásico» en Argentina. Y tambien inventaron entre todos, con ese mismo tono, una lengua penetrada de arrogancia, de xenofobia, de sexismo y de racismo”.
De Aquí América latina. Una especulación no me gusta hablar demasiado porque Josefina me incluyó en el corpus de ese libro delirante y justificarlo sería como justificarme a mi mismo.
Todos los libros de Josefina marcaron un antes y un después en lo que nosotros podríamos leer. Por supuesto, ella no esperaba que siguiéramos sus indicaciones, sobre todo porque, luego de haber puesto a prueba los paradigmas de lectura de una época, los descartaba por otros.
Pensar que ya no no podremos encontrarnos con ella para comentar los pormenores de nuestra vida cada vez más triste nos arroja a una intemperie casi tan intolerable como la de saber que ya no habrá más libros de Josefina y que deberemos contentarnos con releer sus libros previos.
Redimida ahora de los afanes terrestres, Josefina se perdera jubilosa entre la innumerable multitud de los seres de nuestro pueblo, que amplificarán su canto y la repetirán (sabiendo o no que lo hacen) como lo que siempre fue: nuestra mejor lectora, y la que llevó el Texto (que fue su única obsesión) hasta los umbrales mismos de su transformación en otra cosa.


Por Daniel Link para Perfil

Todos los libros de Josefina Ludmer, quien acaba de dejarnos solos a merced de la brutalidad del mundo, me marcaron, desde Cien años de soledad. Una interpretación hasta Aquí América Latina. Una especulación. Pero ninguno tanto como El género gauchesco. Un tratado sobre la patria (1988).
Quienes esperaban encontrar en el libro más o menos lo mismo que en sus artículos previos sobre el tema encontraron que El género gauchesco es otra cosa: Un tratado sobre la patria (palabra anticuada como pocas: el experimento en el anacronismo). De los artículos anteriores sólo quedaron restos al comienzo y al final del libro. El género gauchesco habla de la literatura gauchesca. Un tratado sobre la patria habla sobre el futuro argentino (el pacto de los Olivos).
Hasta la página 97 el Tratado sobre la patria (los títulos son intercambiables: no hay función subtítulo o son dos libros encimados) parece un libro escrito con inteligencia previsible. Sin embargo, en la página 98 aparece reproducida una nota de Clarín: “fue verificada una teoría de Einstein”. A partir de ahí, el libro empieza a hablar de todo mezclado y a interpelar al lector para que descubra las distintas figuras que se pueden formar con las piezas del Tratado. Sigue un fragmento de Einstein, las conversaciones que Mitsou Ronat sostuvo con Chomsky, la bibliografía de Hidalgo, otra vez Chomsky y por fin la voz “en off” del tratado. Después otra vez Chomsky, las vidas de Luis Pérez y de José Hernández, un fragmento sobre Borges y Joyce, más Chomsky, Peirce, Eisenstein, Marcel Mauss, en un patchwork vertiginoso. Es ahí donde El género gauchesco se vuelve pop: pone la crítica en crisis, trata de “disolver simultáneamente el género (lo que se lee) y la crítica (la que lee)”, como el pop; arma un “efecto de perspectiva cambiante”, como el happening.
El capítulo segundo, de nuevo, empieza hablando con propiedad del género gauchesco pero pronto se instala en un terreno otro que habla de la ley y el Estado. Aquí se leen las reacciones ante el ascenso de las masas: las fiestas del monstruo, desde “La refalosa” hasta El fiord, pasando por Borges y Bioy, episodios que Un tratado sobre la patria aspira a no reconocer en su estabilidad, porque El género gauchesco apuesta al futuro de la patria, que es pura potencia. Por eso el Tratado descubre a las Madres de Plaza de Mayo en el Martín Fierro.
Era mucha deuda para que yo no intentara consignarla.




1 comentario:

Unknown dijo...

Josefina fue mi profesora de doctorado en Yale. Los tres seminarios que tuve con ella marcaron un antes y un después. Maestra imperiosa, me enseñó a destruir. Leer hasta el punto de quiebre y saber dónde , cómo y cuándo cortar. Una vez me dijo que se aburrÍa facilmente. Pero sus ennuis seguramente estarían saturados de texto, que ella veía por todas partes, Yale era un bodrio. Josefina lo puebló con Kantorowicz (por muchos años Los dos cuerpos del Rey había sido su libro de mesilla), charlas sobre dualidad en Baudelaire, sobre Adorno y Sloterdijk, Yo el Supremo, el cine de Kieslowski, las malas lectutas de Benjamin en EEUU. La última vez que la vi me estaba mudando de New Haven a Nueva York. La encontré en la calle y le conté. Me advirtió: 'no te pierdas en los laberintos neoyorkinos'. Nunca volví a verla.